12/5/07

La ciudad se expresa



Una grotesca multitud recorre las calles nocturnas de una ciudad demoníaca a punto de estallar. Los edificios refulgentes, de líneas imposibles, acogen a la enfebrecida masa procesional bajo sus atrayentes rótulos. Tras los incontables ventanales, las siluetas bailan y beben en continua algaraza, mientras, sobre las baldosas de la calle, el caos es indescriptible. Desde el fondo de la avenida hasta el plano más cercano, el ambiente se muestra atestado de rostros, en un asfixiante horror vacui. Pero no se trata de rostros convencionales sino de verdaderas máscaras sin asomo de humanidad. El tumulto se agolpa alrededor de un oscuro féretro, protagonista olvidado de la escena. A muerto un tal Oskar Panizza, y Georg Grosz quiere invitarnos a su increíble entierro. Traigan aguardiente...

El mismo Grosz dejó escrito: “En una calle extraña avanza de noche una procesión infernal de figuras deshumanizadas, en sus rostros se reflejan el alcohol, la sífilis, la peste. Esta fue mi protesta contra una humanidad que se ha vuelto loca”. Ciertamente, los personajes de este lienzo pueden definirse por su exagerada degradación. Muchos de ellos lucen ojos desorbitados o sin pupilas, otros desafían con sus apretados dientes y amenazadoras cejas, los hay gritando, gesticulando, teñidos de verde, de morado, pero son, quizá, las tres primeros, los que mayor impacto producen: el hombre-lagarto botella en mano, que representa los estragos del alcohol, el desfigurado rostro de un sifilítico y la moribunda mueca del tercero, un apestado.
La figura más nítida y fácilmente reconocible es la que menos inquietud provoca, se trata del sacerdote que blande su pequeña cruz con los alarmado cortos brazos en alto. No sabemos si pide misericordia para el fallecido, respeto hacia él y su Iglesia (¿dónde hay un templo en la ciudad? Parecen sustituidos por los locales de copas, donde la gente bebe sin escrúpulos la sangre de Cristo...) o, en última instancia, ruega por la salvación para esa humanidad depravada que le rodea.
Entre la confusa masa aparecen brazos agitando banderas y sables, alguien con una corneta y galones en la pechera, así, además de la multitud de burgueses con sombrero a los que tarde o temprano se les volará de la cabeza, encontramos representantes del estamento militar. Oskar Panizza fue un médico y escritor expresionista cuyos ataques satíricos al Estado y la Iglesia encandilaban a Grosz, no es, pues, gratuito, que, entre los llegados a su entierro, hallemos personajes indeseables para Panizza, retratando así la hipocresía reinante. El entierro se convierte en una simple excusa para lanzarse a la calle y, con la ayuda del alcohol y el calor de la muchedumbre, expiar la bestia que todos los ciudadanos “nobles” llevan dentro, el caos que los corroe.
Pero, ¿quién dirige tal desquiciada avalancha de energúmenos?, ¿a quién se consagra este salvaje frenesí urbano? Sobre el ataúd reposa indiferente la Muerte, bebiendo parsimoniosa de su botella, parece celebrar su triunfo entre los hombres, y no sólo se complace de llevarse el cadáver de Panizza, sino que se felicita por anticipado al saberse ya dueña de toda esa podrida masa, podrida tanto física como moralmente.
“Heute Tanz”, anuncia un rótulo del edificio de la izquierda, sí, hay baile esta noche, pero en la calle, y a él parecen confluir todos los habitantes de la urbe, aglutinados en torno a un féretro que podría contener a cualquiera de ellos, aglutinados para bailar en tropel la danza de la Muerte orquestada por la mismísima. Grosz ha pintado el caos y la depravación de la gran ciudad, tomando el entierro de Oskar Panizza como botón de muestra del mundo moderno, trastornado, tambaleante, a punto de estallar. Es el mundo que dejó el final de la Primera Guerra Mundial. Un mundo teñido de color rojo...

1/5/07

Rodchenko y la perspectiva










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