
Leer los poemas de Cesare Pavese es como pasear con él, como charlar con un viejo amigo repleto de historias.
No, no son historias.
Es como un amigo muy hábil para retener estampas en su memoria, muy agudo para penetrar dentro de los personajes que habitan esas estampas, muy sensible para relatarlas con tanta verdad.
Cesare Pavese retrata paisajes, personas, instantes vitales. Los coge de la realidad, los arranca del lugar al que pertenecen, y nos los ofrece con sus palabras sólo para nosotros. Podemos o no sentirnos identificados, en todo caso, lo entendemos. Vemos unos albañiles descansando a mediodía, vemos una pareja de enamorados acostados sobre la hierba, vemos unas colinas amarillas, un cielo estrellado, pero en realidad, estamos viendo el interior de Cesare Pavese.
Porque sus poemas son estampas del mundo, pero del mundo tal y como él lo siente. Desde su subjetividad conocemos paisajes, personajes, instantes de vida, y sabemos que este conocimiento está teñido por la especial percepción del poeta italiano. Y nos dejamos envolver por su punto de vista.
Después de todo, Cesare Pavese es un amigo con el que damos un paseo, un amigo que no quiere hablarnos de él, pero que, inevitablemente, nos cuenta historias (¿historias?) donde se retrata a sí mismo.
Tolerancia
Llueve sin ruido sobre el prado del mar.
Nadie transita por las sucias calles.
Una mujer sola descendió del tren:
bajo el abrigo se vio la blanca enagua
y las piernas desaparecieron en el portal oscuro.
Se diría una aldea sumergida. La noche
gotea fría sobre los umbrales, y las casas
esparcen humo azul entre la sombra. Rojizas,
las ventanas se encienden. También brilla una luz
tras los entornados postigos de la casa oscura.
Al día siguiente hace frío, y está el sol sobre el mar.
La mujer, en enaguas, se lava la boca
en la fuente, y la espuma es rosada. Tiene el cabello
áspero y rubio, semejante a las pieles de naranja
esparcidas por el suelo. Protegida por la fuente, espía
a un chiquillo moreno que la mira embobado.
Negras mujeres abren de par en par postigos sobre la plaza
los maridos dormitan, todavía, en la sombra.
Cuando vuelve la noche, sigue la lluvia
crepitando en las brasas. Las esposas,
aventando el carbón, dirigen sus miradas
hacia la casa oscura y la fuente desierta. La casa
tiene cerrados los postigos, pero dentro hay un lecho,
y en el lecho una rubia que se gana la vida.
Todos los de la aldea reposan, por la noche,
todos, menos la rubia que se lava en el alba.
(Popova)